septiembre 26, 2011

De lluvia, nieve y sol

Friedrichshafen- Berna: Aprox. 289 km Ver ruta

El recuerdo del sol de hacía unas semanas, implacable, abrumador, parecía más un sueño que un recuerdo. Mientras sostenía tembloroso la tapa del termo y el contenido se enfriaba con rapidez pensaba en las horas que me había visto forzado a pasar al abrigo de una sombra, cualquier sombra, para evitarme más quemaduras en la piel… qué lejano e irreal ahora. 

Rumbo a Suiza

Dejé Friedrichshafen cerca de las 9:00 am y anduve unos 15 kilómetros para abordar el Ferry que en 15 minutos de travesía me ahorraba un día de camino y ahí comenzaron los desatinos. Pensando que el ferry daba la vuelta hasta la ciudad de Konstanz permanecí a bordo, sólo para enterarme que volvía al punto de inicio. Cuarenta y cinco minutos después de abordar me bajaba del otro lado, constatando con ansiedad que la temperatura disminuía. Media hora más tarde el segundo desatino. La pereza de rodear un puente y abordarlo por la rampa me llevó a intentar subir la bicicleta por las escaleras, utilizando uno de los rieles que se instalan para el efecto. Sería por la inclinación o el peso o falta de fuerza que fue necesaria la anónima ayuda de alguien que pasaba para empujar a la negra hasta la parte superior. En el esfuerzo la llanta trasera se había torcido tanto que dos rayos se habían reventado y descarté inmediatamente la posibilidad de continuar hasta Ginebra así. Hallé un taller sin mucha dificultad y la providencial ayuda de un experto que en 20 minutos reparó la llanta y cambió los rayos. Su buena acción del día, me cobró solamente 2 euros por el costo de los rayos. Al medio día franqueaba la frontera con Suiza.

 Todas las expectativas, satisfechas

Y comenzó a llover. Lluvia fría, viento frío, tenis empapados, short empapado. Pedalear hora tras hora para conservar el calor y no parar hasta que fuera imprescindible. Temblar durante la hora de la comida y continuar el camino con las manos y la cara rígidas, espoleado por la proximidad de la noche.  Perder el camino, vueltas y vueltas a la manzana y dejar la ciudad de Winterthur atrás, lo más lejos posible, buscando la protección del bosque para pasar la noche. Finalmente hallar un rincón perfecto aunque húmedo para pasar la noche y desplomarme aliviado dentro de mi hogar plegable, exhausto física y moralmente. Nuevo día. Lluvia, viento, continuar.

Como una caricia me tocó el primer rayo de sol ya bien entrada la tarde, asomándose tímidamente entre las nubes para luego ocultarse como un niño que juega a las escondidas.
Cuando salí de mi refugio al día siguiente me encontré envuelto en una suave manta de neblina. Las calles con sus fuentes, los escasos transeúntes, el bosque, todos  transportados a un mundo místico que revelaba sus secretos metro a metro, con el silencioso avance de La Negra. Las diminutas gotas de rocío se depositaban y formaban cúmulos sobre los pliegues de mi chamarra y mis pestañas. 

Consideré muchas veces en esos días abandonar el viaje: tomar un tren y volver directamente a Madrid. Otras veces, sin embargo, no quería sino seguir hasta el final. Cuando la noche me encontró sentado en una banca, leyendo mis razones para volver y a la vuelta de la página mis razones para seguir se hizo evidente que forzar la marcha día tras día no era la mejor manera de terminar el viaje. En la prisa había olvidado mi propósito y al desdeñar un momento de reflexión, se habían instalado en mi mente toda clase de necesidades fútiles y pensamientos de auto conmiseración. Terminaría el viaje a su tiempo pero no así, no cansado, molesto y aliviado de volver al confort.  Con un sentimiento de liberación tuve que admitir que era insuficiente el tiempo para llegar en bicicleta a Ginebra y reunirme antes del fin de semana con Daniel y Marión pero suficiente para llegar a la ciudad de Berna con tranquilidad y buscarme un tren que me ayudara a concluir la etapa en tiempo. Y salió el sol.