agosto 22, 2011

De vuelta al oeste

Avanos- Konya: 310 km Ver ruta


Qué días pasé en Capadocia. Tesoro de la humanidad para unos, mina de oro de otros, hogar, desierto y para mí: inagotable jardín de juegos. Antes de que pudiera darme cuenta estaba cubierto de polvo fino como el talco, mis bolsillos llenos de piedras. Explorador de día, cazador furtivo de paisajes exóticos por la noche. Al yacer sobre mi saco de dormir, mugroso y sonriente, impregnado del humo de estufas primitivas, con la panza llena de pastas y atardeceres, escuchando el concierto de picazones con los que la piel avisa que es menester un buen baño, mirando la película del día, no podía esperar a que amaneciera de nuevo.  Al cabo de los días, al internarme en la parte más frecuentada de la Capadocia, mi personaje fue cambiando de intrépido buscador de tesoros a espectador de mansedumbre bovina. Haciendo filas, leyendo rótulos, diciendo ¡ohs! y ¡ahs! en el momento adecuado. Me fui cansando de ser esperado, de haber perdido la ventaja, de rechazar suvenires, productos, servicios: vi que era hora de partir.

Tomé por fin un buen baño en un camping donde  hice migas con los dueños que me dejaron usar la cocina para fraguar mi cena y con un italiano que, terminado su tour en bicicleta, me dejó cámaras de repuesto y parches que pronto probaron su utilidad. Un ciclista coreano con más peso a cuestas que Atlas  me dijo que iba en pos de su novia en París y luego dijo ¿foto? antes de desaparecer sonriente colina abajo. 

Antes de salir definitivamente hice un par de visitas a las ciudades subterráneas donde los cristianos se refugiaban en la época de la persecución religiosa. Bajando extasiado, ocho niveles bajo tierra en la parte más profunda, me prometí aprender más sobre la historia de esta zona pero por ahora vagaría feliz e ignorante por las entrañas de la tierra pensando en qué dura la vida de estos prófugos y qué grande el ingenio de su obra. En un parque frente a la entrada a una de estas ciudades fue donde me senté a preparar mi ensalada de la tarde cuando llegaron dos niñas de aspecto desgarbado. No quitaban los ojos de la comida pero cuando les ofrecí una de mis frutas mallugadas en las alforjas me dieron un categórico –yok- como quien dice –no gracias, paso-  Al fin, después de verme comer y comprobar que no caía fulminado, aceptaron y comieron con gran apetito todo lo demás que preparé. De postre, comimos panes con Nutella que compré para consentirme y eso si que tuvo buen recibimiento. 

Ahora si, el verdadero regreso, la vuelta al oeste. Dejando atrás los ásperos parajes de la Capadocia y enfilando hacia Konya, la ciudad de los derviches giradores. Poniendo el este a mi espalda fui encontrando la bendición del baño a cada noche, en lagos, presas y una ducha de hospitalidad. Una noche al llegar a un lago desierto encontré un cachorro abandonado y al sostenerlo por la piel del lomo comenzaron a trepar por mi mano miríadas de pulgas. Resolví mantenerlo lejos de mi campamento por la noche y en la mañana llevarlo a algún lugar donde tuviera una oportunidad de vivir. Cociné esa noche con la pésima madera del lugar y acompañado por los perpetuos chillidos del cachorro, que no pararon hasta el amanecer cuando lo lavé, saqué las pulgas que pude y lo puse en mi casco envuelto en una playera. Al pasar por una gasolinera vi que entraba bastante gente y con una rápida maniobra lo dejé cerca de los baños, deseándole buena suerte y alejándome a toda velocidad. 

Ciento cincuenta kilómetros de carretera recta y plana a la deriva en un mar de tierras agrícolas, ciento cincuenta kilómetros sin esas molestas sombras que no hacen sino quitarle el sol a la siembra. Por fortuna encontré a mis espaldas un  viento potente y  que sin encontrar obstáculos me propulsaba fuera de esa zona, no así a los tres ciclistas que crucé en el camino y que venían en dirección contraria. Dos suizos y una francesa rumbo a la India y después, a ver qué pasa. 

Pedaleando con furia, deteniéndome sólo a almorzar en alguna gasolinera donde al verme entrar me reciben con té y frutas en trozos.  De vuelta al camino veo que los kilómetros que me separan de Konya disminuyen por decenas y resuelvo llegar en ese mismo día. Al llegar me recibe una ciudad de un millón y tantos habitantes; mezcla interesante de un dinámico espíritu progresista y antiguos modales de provincia sepultada en el polvo. Al llegar me dirijo al museo Mevlana, fundador de la orden de los sufís giradores y no sólo me dan instrucciones para llegar al camping municipal –excelente, gratuitos- sino que a demás me dan una enorme noticia: los sufís presentan esa noche en el centro cultural la Sema , ceremonia durante la cual giran al compás de ritmos hipnotizantes y que usualmente es imposible ver salvo en Noviembre. La fortuna y la presión del  tiempo me ponen en manos de tres jóvenes turcos que montados en una misma motocicleta me escoltan hasta el camping municipal. Montar casa de campaña a toda velocidad, ducha improvisada en un escusado de estilo turco y vuelta al centro para presenciar la ceremonia. Al terminar, todavía bajo el efecto de las monumentales voces de los derviches me ceno un kebab y duermo hasta bien entrada la mañana.

Hoy tengo boleto de tren de vuelta a Estambul, salgo el 26 de agosto por la noche siendo la bicicleta un motivo constante de preocupación en estos trenes que, por lo menos en la taquilla, no suele ser bien recibida. Pero es Ramadán: época de milagros. Mañana me voy de Konya- lagos de Beysehir última parada antes de volver.